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Pregunta difícil de contestar...quién podría afirmarlo? Porque la felicidad depende más de nuestros sentimientos internos que de las ventajas externas. Un simple ciudadano de hoy, vive, sin duda, mejor y más confortablemente que un noble señor del Siglo XVIII. Tenemos transportes rápidos, calles pavimentadas, alumbrado público, cajeros automáticos, agradables lugares donde ir a comer, equipos de audio, televisión satelital, teléfonos celulares, comunicaciones veloces que recorren todo el planeta en segundos, una medicina avanzada, seguros sociales, etc. Comparando ésto a cómo se vivía, por ejemplo, en los Siglos XVII y XVIII, con veredas sucias, deficiente alumbrado, calles que olían a deposiciones de caballos, con una sociedad dividida en clases, con un sistema de sometimiento y obediencia a los señores o al rey, beneficios para muy pocos, una medicina que curaba con lavativas, sangrías o purgantes, extracciones dentales sin anestesia, aguas con peligro de infecciones, partos con alta mortalidad de los recién nacidos, sin sistemas de aguas corrientes en los hogares, y tantas desventajas más, nos podríamos imaginar que todo el avance del mundo ha sido para una mayor felicidad de la humanidad. Sin embargo...vivimos en un mundo con alto porcentaje de suicidios, lleno de gente deprimida, con caras preocupadas (excepto cuando nos quieren vender algo en los anuncios), y, si hoy hiciéramos una encuesta...de cuánta gente obtendríamos la respuesta de que son realmente felices?

Nacidos en este mundo de hoy, como niños acostumbrados al lujo, muy poco valoramos todos los beneficios de los que gozamos.; los sentimos como algo natural. Para cualquiera de nuestros antepasados, este mundo sería quizás un paraíso indescriptible (aunque no pensemos en la cara que pondrían al oler el monóxido de carbono de la emisión de los tubos de escape de los vehículos, o al estar atorados una hora en una autopista, o al ver a sus niños agresivos, hambrientos, insomnes y frustrados ante deslumbrantes video games en los que nunca nadie gana...). Pero, sin duda, de todas formas, se sorprenderían agradablemente.

En qué reside, entonces, la felicidad? Quizás, en parte, en saber apreciar lo que la humanidad ha conseguido para nosotros, y de lo que los otros carecieron durante siglos. Hoy nos reímos de muchas cosas del pasado. Pero, puede un hombre de hoy burlarse de los que creían que la Tierra era plana y sostenida por una tortuga gigante, cuando es un triste desorientado que no alcanza ahora a entender en qué universo vive? Puede reírse de alguien un individuo al que se le acabaron las cosmogonías, y a quien toda su ciencia no le puede explicar cómo empezó el universo y qué hay más allá de él? El hombre del siglo XXI se ha vuelto un navegante desconcertado, que deambula entre dimensiones macro y microcósmicas con, todavía, muy poca información. Nunca hubo mejor terreno para más grande angustia existencial: sin la fé cerrada de nuestros antepasados, para quienes el mundo era un orden totalmente establecido y perfecto, y dentro del cual se sentían protegidos, ahora estamos caminando otra vez entre las sombras de las cavernas platónicas. Y si forzamos intentos de explicación del mundo, ahora sólo tenemos en la mano teorías. Hemos perdido la fé ciega de nuestros ancestros.

Y hoy, con todas las maravillas y beneficios tecnológicos, recordemos, que a pesar de las incomodidades del pasado, el ser humano pudo entonces elaborar el más agudo pensamiento filosófico, escribir las mejores sinfonías, que aún nos deleitan, hacer grandiosas catedrales y bellísimas esculturas, lograr obras de arte pictóricas que hoy valen millones. Legarnos verdaderos tesoros de la cultura, tanto en el Arte como en el pensamiento universal.

Cada piedra, cada montaña, cada río, cada paisaje, están cubiertos por la caricia de la memoria de todos los momentos que han vivido nuestros ancestros; han amado, reído, llorado, luchado, y, por supuesto, han tenido momentos de gran felicidad. En todas las cosas simples: al ser correspondidos por un amor, al construir un hogar, al ver nacer a un hijo. En un mundo no contaminado, que estaba todavía lleno de infinitas promesas.

Hagamos votos porque nuestro hombre del futuro no se encuentre creyendo solucionar sus conflictos afectivos sentado frente a un realístico holograma que intente hacerlo feliz con respuestas programadas. Hay que todavía conservar algo de herencia de nuestros ancestros: la inocencia de una felicidad auténtica.

 

Pablo Briand, 29 de Junio 2009